paenzaEs obvio que hemos disentido muchas veces, la más reciente y pública es su posición con respecto al campo, pero, ¿cómo se me podría ocurrir que él estaba siendo ‘hablado’ por otro para sostener su postura? ¿Por qué habría de pensar eso? Solo le decía que mirara hacia los costados y viera quiénes eran sus acompañantes y con eso tendría material para entretenerse: no importaba lo que yo pensara, importaba quiénes eran sus compañeros de ruta, eso le debería dar la pauta de que estaba cometiendo un error.

Fama o Prestigio.

Hay una diferencia muy fuerte entre ser conocido y ser respetado, ser conocido o reconocido. O puesto en otros términos: hay una diferencia muy grande entre ser famoso y ser prestigioso. Dejar un testimonio indeleble, dejar una huella. Conocí a Víctor Hugo en 1977, en la cantina “Don Carlos”, en la esquina de Valentín Gómez y Billinghurst, en pleno barrio de Almagro en la ciudad de Buenos Aires. Seguramente se habría de jugar un partido que involucraba a algún equipo uruguayo o a la propia selección. No entiendo bien por qué, pero recuerdo un hecho extraño: estaba vestido de negro. Me acerqué a él, conversamos un rato, y en ese momento le dije que me gustaría hacer lo posible para traerlo a la Argentina. Nosotros estábamos en ese momento con Néstor Ibarra, Fernando Niembro y Marcelo Araujo preparando lo que sería nuestro desembarco en Radio El Mundo primero y Radio Mitre después, en lo que terminaría siendo uno de los programas deportivos de mayor espesor en los que yo trabajé: Sport 80. Víctor Hugo, como quedará claro luego de leer el libro, llegó finalmente a la Argentina en 1981, el año de Maradona en Boca. Y allí comenzó nuestra tarea profesional conjunta y se consolidó nuestra amistad. Pero esa es otra historia.

VictorHugo1Hay una diferencia muy fuerte entre ser conocido y ser respetado, ser conocido o reconocido. O puesto en otros términos: hay una diferencia muy grande entre ser famoso y ser prestigioso. Dejar un testimonio indeleble, dejar una huella. Conocí a Víctor Hugo en 1977, en la cantina “Don Carlos”, en la esquina de Valentín Gómez y Billinghurst, en pleno barrio de Almagro en la ciudad de Buenos Aires. Seguramente se habría de jugar un partido que involucraba a algún equipo uruguayo o a la propia selección. No entiendo bien por qué, pero recuerdo un hecho extraño: estaba vestido de negro. Me acerqué a él, conversamos un rato, y en ese momento le dije que me gustaría hacer lo posible para traerlo a la Argentina. Nosotros estábamos en ese momento con Néstor Ibarra, Fernando Niembro y Marcelo Araujo preparando lo que sería nuestro desembarco en Radio El Mundo primero y Radio Mitre después, en lo que terminaría siendo uno de los programas deportivos de mayor espesor en los que yo trabajé: Sport 80. Víctor Hugo, como quedará claro luego de leer el libro, llegó finalmente a la Argentina en 1981, el año de Maradona en Boca. Y allí comenzó nuestra tarea profesional conjunta y se consolidó nuestra amistad. Pero esa es otra historia.

Lo que sí importa acá es que cualquier cosa que diga tiene el sustento de más de 36 años de que nos conocemos. Vi nacer a todos sus hijos y a sus nietos, compartimos infinitos viajes, horas de fútbol, basketball, otros deportes. Cine, teatro, recitales, cenas. Y dos episodios únicos para mí: mi participación en un Bingo y una corrida de toros, ambas en España. Más horas con amigos, charlas larguísimas con testigos, sin testigos, con familias, sin ellas. En las buenas, malas, las del medio, las de todos los días. Experiencias de vida, en la profesión y en nuestras vidas ‘no públicas’, para no decir privadas porque creo que eso ya no existe. En la Argentina, en el Uruguay, en los mundiales, en distintas ciudades de Europa, Estados Unidos o México. Para resumirlo entonces: hemos ‘vivido’ juntos más de la mitad de nuestras vidas.

Dicho esto, cualquier cosa que diga sobre él está teñida por el afecto, la distorsión de la cercanía y el respeto que siempre le tuve, desde que lo escuché por primera vez relatar a un arquero llamado Carrabs, una pelota que ‘se hundía en la noche como quien clava un puñal’ y anunciar con su famoso ‘ta-ta-ta’ el gol que habría de llegar o el ‘no quieran saber, no le pregunten a nadie’.

Advertido está usted entonces. Pero al mismo tiempo, cualquier cosa que diga también, tiene un valor agregado: salvo su familia más cercana (Beatriz, Paula, Matías, Camila y su tía Gladys), sus dos hermanos (José Pedro y Dumas) y sus dos amigos de Cardona (Beto y Heber), nadie compartió tantas horas con él como yo. Puedo decir tranquilo: yo, a Víctor Hugo, lo conozco bien. Somos amigos. Somos muy amigos. Pocas cosas extraño más en mi vida que nuestras interminables charlas y discusiones sobre la visión del mundo que cada uno tiene en ese momento, cuando discutimos sobre ideas que queremos testear con el otro. Tanto él como yo terminamos con una lapicera anotando en un papel cualquiera, mientras hablamos, para no olvidarnos de tal o cual tema. Como si el tiempo nunca alcanzara, esa sensación de que ‘espero que esto no se termine’. Son pocos los momentos de silencio. Llegan después, cuando nos separamos. Alguna vez me dijo Tití Fernández que se sentía incómodo porque cuando estábamos todos juntos en la mesa, los demás sentían como que “no hay nada más alrededor de ustedes: todo empieza y termina en ustedes dos”. O Alberto Kornblihtt, que nos dijo no hace mucho: “Cuando hablo con ustedes, parecen los sobrinos del Pato Donald: uno empieza una frase y el otro la termina”. ¿Por qué habría de decir todo esto? ¿Por qué no escribir libremente el prólogo de un libro que habla de Víctor Hugo? Tengo ganas de decir mucho, las ideas se me arremolinan buscando una salida, pero solo doy abasto para escribir de a una por vez. Y tengo miedo de olvidarme de otras que ven cómo su tiempo pareciera no llegar nunca. ¿Por qué no puedo disfrutar de este momento? Es que siento que en esta coyuntura, pareciera como que tengo que escribir en defensa de Víctor Hugo. Pero, ¿defenderlo de qué?

¿De quiénes?

¿Cómo hablar del legado que deja un individuo? La abrumadora mayoría de las personas que habitan este mundo, una vez que desaparecen físicamente, dejan memorias en un pequeño grupo: sus familias, sus amigos. No son menos intensos por ser unos pocos, ciertamente, pero su impacto tiene pocos receptores. En todo caso, torcieron o modificaron la vida de las personas que alcanzaron a tocar.

VictorHugo2Sí, ¿pero cuántos son? Y mientras usted lee esto, no lo tome en forma peyorativa: al contrario. Es una lástima que gente que tiene y tuvo muchísimo que aportar, no pudo hacer que su mensaje llegara en forma masiva, porque no tuvo o bien los medios o bien la exposición que merecían sus ideas. El mundo está lleno de ellos. Pero hay un reducidísimo grupo de personas que tienen la posibilidad de llegar con su mensaje en forma cotidiana, consistente y muy amplia. Cuando Víctor Hugo relataba en el Uruguay, y estoy hablando de la década del 70, la promoción de su programa decía: “Víctor Hugo y el ‘eco’ de todo un país”. ¿El ‘eco’? ¿Qué ‘eco’? Respuesta: uno podía ir a la cancha (el Estadio Centenario de Montevideo, en donde se juegan y jugaron los partidos más importantes del fútbol uruguayo) sin llevar una radio portátil. El relato de Víctor Hugo se escuchaba igual, como si se propalara por los altoparlantes del estadio. Ese poder de penetración tiene Víctor Hugo desde hace ¡40 años!

Pero esto no sería suficiente. En todo caso, lo pondría en el lugar de alguien que estuvo transmitiendo fútbol durante mucho tiempo. Y listo. Pero no, ¿por qué habría de hacerse tan popular? ¿Qué habrá tenido este muchacho nacido en un pequeño pueblito uruguayo para tener esa cantidad de seguidores? La radio es implacable: no hay imagen, no hay lenguaje corporal. Es pura fantasía. Es la relación intensa entre el que habla y el que escucha. Y si bien uno sospecha que el que habla es siempre el mismo, en realidad, el que habla es distinto para cada persona que escucha. Cada persona imagina que quien habla es alguien que le está hablando privadamente a él/ella. Y mantienen una conexión en algún lugar privado, como si se relacionaran en forma extraña. Es una relación que aparenta ser unidireccional, pero no. Uno mantiene diálogos silenciosos con el que habla. Le cree o no. Lo ubica en un lugar preferencial, si es que lo sigue cotidianamente. Y tal como en una religión, como los seguidores fieles a alguien que predica, empiezan a vibrar en la misma longitud de onda, unidos sutilmente por un hilo que va y vuelve, o al menos es lo que uno se imagina...

Como yo comenté muchos partidos al lado de Víctor Hugo, puedo hablar no solo de su dialéctica impecable, de su perfecta dicción, de un uso totalmente inédito del vocabulario, de la precisión en sus descripciones a una velocidad asombrosa, sino del encanto con el que es capaz de contar una historia, de su sensibilidad para advertir dónde se encuentran alojados los puntos sutiles que él habrá de exponer. Cada historia tiene una excusa ligada con un hecho que se está produciendo y que se supone que el relator, narra. Pero el Víctor Hugo relator sabe que está hablando por radio y que quien escucha no ve el objeto del relato, sino que implica un acto de imaginación. Y entonces, él, que sí es testigo, va contando, y quien está del otro lado se deja seducir por sus palabras. Y cada persona va viviendo una historia diferente, millones de historias originadas en una sola que ni siquiera existe como tal. Pero se transformó primero en ‘el eco de todo un país’, después desafió sin proponérselo a un mito viviente como era José María Muñoz, y también lo destronó. Le jugó de visitante, y le robó lo más preciado que tenía: el público. Víctor Hugo se hizo creíble, porque su historia tuvo siempre un costado social. Nunca fue fácil, no dobló las rodillas ni titubeó frente al poder. En el Uruguay, donde todo se reduce a Nacional y Peñarol, se permitió el lujo de seguir la campaña de Defensor, el mismo año en que intuyó como ninguno que sería campeón y que escondía una historia que merecía ser contada. Y la sintió como propia, porque lo fue. Y es el día de hoy en que esa historia es su historia, lo marcaría para siempre: no importaron ni Peñarol ni Nacional ni la supuesta audiencia que perdería por seguir a Defensor. Lo que estaba en juego era su credibilidad. Y la defendió de la única manera que valía: siguiendo a Defensor a todos lados. Y la gente no es tonta. Ese mismo público vio también cómo los dirigentes del fútbol le prohibieron la entrada a la cancha y poco menos que lo condenaban al ostracismo profesional. Y en algún momento, ese niño rebelde que no quería escuchar, terminó preso. Y la historia se repitió en la Argentina. Siempre discutiéndole al poder, a quienes se creían los dueños de ese poder. Y tal como sucedió con Defensor en el Uruguay, hubo varios equivalentes en nuestro país. Por eso siguió las campañas de Ferro Carril Oeste, de Estudiantes de la Plata y de Argentinos Juniors. O las de Vélez. Víctor Hugo fue y será siempre muy popular y comprenderá siempre a los que no tienen el dinero suficiente para pagar el cable y poder ver fútbol por televisión. Entenderá siempre a quienes tienen un vino de más o al que hace una cola de un día (con noche incluida) para conseguir una entrada y ver el River-Boca, o el Gimnasia-Estudiantes o el Newell’s-Central (por poner algunos ejemplos) desde lo más alto de la tribuna, allí arriba... donde ‘te sangra la nariz’. Eso sí: deplorará siempre a quienes llaman a un dirigente por teléfono para conseguir una platea o entrada ‘de favor’, para sentarse en un palco privilegiado casi tan cerca de la cancha como para escuchar lo que allí se dice.

VictoHugo3Y son justamente esas personas las únicas que pudiéndolo pagar, lo piden como una gracia. Siempre fue sensible a esa diferencia y siempre jugó a favor de la gente. De la misma forma en que siempre deplorará que no paguemos los impuestos aquellos que sí podemos y que sí debemos, porque en definitiva, si no pagamos nosotros, entonces, ¿quién paga? La gente no es tonta y percibe el color de la camiseta que lleva puesta cada persona pública. Con una exposición mediática de varias horas por día, uno puede fingir durante un cierto tiempo. Al final, no hay más remedio que exhibir los verdaderos colores. Seguro que cometió errores de apreciación, pero es también casi seguro que fueron eso, errores como los que tiene usted que ahora está leyendo estas líneas, o que tengo yo que soy quien las escribe. Pero nadie podrá nunca decir que le pagó a Víctor Hugo para que él dijera lo que no pensaba. Un día salíamos del cine con él y con Beatriz, su compañera de toda la vida, después de ver la película ‘Detrás de las Noticias’. Allí se cuestionaba la ética de un notero que aspiraba a ser el conductor de un noticiero en el que trabajaba diariamente. Este periodista había violado las normas elementales de respeto a la profesión cuando apareció llorando en cámara, emocionado frente a lo que estaba diciendo una mujer a la que le habían asesinado un hijo (creo que esa fue la razón, pero si no fue esa, a los efectos de esta historia es irrelevante). La propia productora de ese noticiero advirtió después que, si el periodista había ido a hacer la nota con la madre con una sola cámara, cómo podría ser que quien filmaba hubiera podido registrar que le caía esa lágrima por la mejilla mientras la mujer relataba su pesadilla. Allí descubrió que había sido un truco, que el notero se había hecho filmar después de terminada la entrevista, llorando como un actor y que luego la habían editado. Y lo increpa y le dice: ‘Vos no tenés ética’. El respondió: “La ética es una línea que uno ya no sabe dónde está... Es que la corren tanto...”.

Así fue que salimos del cine y después de discutir largo rato sobre lo que habíamos visto, concluimos en algo que me quedó para siempre: “Puede que uno, frente a un micrófono, no diga todo lo que piensa. A eso, estamos expuestos todos los periodistas. Pero lo que nunca estaríamos dispuestos a hacer, es a decir lo que no pensamos’. Ese fue el resumen. Y eso también resume un poco lo que es Víctor Hugo. Peleó contra Clarín y contra Grondona. Y contra Torneos y Competencias. Es decir: peleó con balas de cebita frente al equivalente de la Armada Inglesa. Les peleó todos los días, desde todos los frentes. Lo quisieron comprar de todas las formas posibles. Yo fui testigo de la charla que tuvo con Carlos Avila en su momento, quien lo quería contratar genuinamente. En definitiva no arreglaron, pero mientras Avila lo quería para ponerlo al frente de su enorme batallón de periodistas, quienes estaban detrás de él, detrás de Avila, querían otra cosa: querían traerlo para ese lado, callarlo, cooptarlo, domarlo. Por eso –creo– que Avila no fue responsable. Avila fue una suerte de emisario, formal o imaginado, pero fue alguien enviado para una misión que -finalmente- resultó imposible. Víctor Hugo nunca se arrepintió de no haber arreglado, y como tantas otras veces, el dinero que rechazó delante de mí, hubiera resuelto el problema económico de su vida para siempre. Pero dijo que no.

Quisieron, pero no pudieron. Si era tan fácil comprarlo, ¿por qué no pudieron? Aunque parezca extraño, quiero recalcar una vez más que no pudieron porque si bien el dinero siempre es un factor en la vida profesional de cualquier persona, ciertamente no fue el único en su caso. Víctor Hugo quería ser independiente. No quería que cualquiera, fuera el contrato que firmara, terminara sirviendo para ceder o hipotecar su libertad. O mejor dicho, su ‘tiempo’. Claro que Víctor Hugo tiene y tuvo siempre una remuneración por encima de todo lo que cobraron todos los otros periodistas. Todos. Me acuerdo de que mi viejo, cuando lo trajimos a Víctor Hugo desde el Uruguay, y le dijimos en el living de su casa que “tener a Víctor Hugo era algo así como tener a la Coca-Cola”, y mi padre -que no sabía quién era nuestro amigo ‘uruguayo’ en ese momento-, nos dijo a Ibarra, Araujo, Niembro y a mí: “Si ustedes están tan seguros que tienen la fórmula de la Coca-Cola, ¿por qué se la van a regalar a Julio Moyano y a Radio Mitre? Háganse socios ustedes, no vendan la exclusividad de la fórmula por unos pocos dólares”. Ninguno de nosotros vio ese negocio, ni vio a Víctor Hugo como un negocio. Nosotros queríamos traerlo a la Argentina y trabajar junto con él, hacer del fútbol por radio lo que nosotros habíamos fantaseado durante años. Y decía lo del contrato porque finalmente Moyano –el entonces director de Radio Mitre- arregló con Víctor Hugo un dinero exactamente equivalente al de nosotros cuatro sumados: Ibarra, Niembro, Araujo y yo. Es decir, terminó pagando dos contratos iguales. Y vaya si Víctor Hugo se lo devolvió. Escribí todo esto como para que se entienda desde dónde venimos. Todos nosotros estuvimos más cerca de Grondona que Víctor Hugo. Mejor dicho: nosotros, todos, tuvimos relación con Grondona. Víctor Hugo no. Nunca quiso. Nunca le gustó. Y hasta el momento en que me insultó en el Mundial del 94 por el tema Maradona, yo también estuve más cerca de él. Y los tres (Araujo, Niembro y yo) trabajamos durante mucho tiempo en Torneos y Competencias.

Es decir, la única relación de Víctor Hugo con el ‘poder’, o con el establishment, fue su conexión con El Gráfico. Pero también él advirtió que ese no era el sitio indicado para llevar adelante su tarea profesional. Editorial Atlántida fue su punto débil. El sabe que allí no debió haber trabajado. Fue un matrimonio por conveniencia. Ninguno de los Vigil, ni Aníbal ni Constancio, pudieron ganarlo para ellos de la misma forma que habían cooptado al ‘gordo’ Muñoz en su momento. Pero, afortunadamente para él, logró salir de ese ‘nido’ y se abroqueló en su individualidad. Víctor Hugo fue siempre independiente, y se ocupó muy claramente de establecerlo en cada una de sus relaciones profesionales. Y cuando Ricardo Gangeme lo tentó con una cantidad de dinero obsceno para que dejara Radio Mitre y se fuera a Radio Argentina (sí, ¡Radio Argentina!) justo en el año 1986, año del mundial de México, año en el que la Argentina terminaría ganando con el famoso gol de Maradona a Inglaterra, antes de aceptar la oferta, le puso como condición que nos ofreciera a todos los integrantes del equipo de Radio Mitre un contrato equivalente o mejor que el que teníamos para llevarnos a todos a Radio Argentina también. Piense de nuevo lo que acaba de leer: la condición sine qua non para que Víctor Hugo cambiara de dial era que Gangeme, el dueño de Radio Argentina, tenía que ofrecerle a cada uno de los integrantes de su equipo (30 personas) un contrato equivalente o mejor que el que cada uno tenía en Radio Mitre.

Muchos no aceptaron (entre otros Niembro, Ibarra, Araujo, Lujambio). Muchos sí aceptamos, y nos fuimos con él. Si Gangeme no hubiera extendido una oferta a todos los periodistas que trabajábamos con él, no lo habría escuchado, y hubiera dejado sobre la mesa lo que él mismo me definió con una imagen: “Adrián, me ofreció una cantidad de dinero que en lugar de contarla habría que pesarla”.

VictorHugo4Era esperable, Victor Hugo tardó poco tiempo en conocer a Gangeme, discutió con él por incumplir con quienes eran sus compañeros en ese momento y terminó su relación y se fue a Radio Continental. Víctor Hugo se negó sistemática e históricamente a participar en ninguna actividad farandulera que le quitara su bien más preciado: su tiempo. Fuimos (y aún somos) capaces de quedarnos cinco o seis horas hablando, en larguísimas sobremesas. Difícilmente ocupen algún espacio las vidas de otras personas. Sí las ideas. O los viajes. Esa es la mejor forma de Víctor Hugo para ocupar su tiempo. Abrumado por sus dificultades con la tecnología, lo confunden los MP3, los PDF y las “www”; aún hoy se niega a tener un teléfono celular. Su domingo ideal lo llevaría a hacer su programa de música clásica a las 9 de la mañana, saltar al Colón para ver alguna ópera al mediodía, salir de apuro para transmitir un River-Boca o –si lo merecieran– un Deportivo Español-Ferro, apurar a Beatriz para que le cebe un mate en el auto cuando juntos salen para ir al cine a ver alguna película francesa (o argentina, es irrelevante), para después terminar haciendo, a las 11 de la noche, su queridísimo “Bajada de Línea”. Y todo esto, mezclando lo popular con lo más fino de la cultura. Hablando con el mediocampista de All Boys, con la misma pasión con la que se encontró con Pavarotti o Plácido Domingo. Y como en cada reportaje, siempre intentando no ponerse él en el centro de la escena y evitando poner incómodo a su entrevistado, sin por ello perder firmeza en sus convicciones. Claro que disentimos. Y mucho. Dos temas puntuales: el boxeo y el campo. El boxeo merece ser tratado en otro contexto.

El ‘tema del campo’, no. Discutimos mucho. Mucho. Una noche en particular en un restaurant cerca de la casa de él, junto con Beatriz, Alberto Kornblihtt y su mujer, Etel. Esa noche resultó ser maravillosa, porque Alberto, quien es también muy amigo mío, advirtió que la relación que tenemos es tan profunda que tolera que tuviéramos posiciones tan antagónicas, y que no nos hubiéramos faltado el respeto ni una sola vez en más de cuatro horas de charla. Y ninguno de los dos cedió en su posición. No tuve yo los suficientes argumentos en ese momento para convencerlo de lo que yo creía que estaba equivocado.

No me alcanzó. Cuando comenzó a advertir que los socios que tenía en el camino no eran sus habituales compañeros de ruta, empezó a dudar. Y hubo más discusiones, más pirotecnia verbal. Yo había visto a Néstor Kirchner varias veces y siempre le quedó claro que yo no lo había votado. Y yo, que me fui haciendo ‘kirchnerista’ con el tiempo, traté de explicarle a Víctor Hugo que ‘esta gente’ está haciendo lo que nosotros hubiéramos querido que hicieran todos los que lo antecedieron, solo que ellos nunca lo prometieron. Lo hacían porque querían hacerlo, porque estaban convencidos. Y la prueba de fuego llegaría pronto: ¿qué habría de pasar con Clarín? ¿Qué habría de pasar con la codificación del fútbol? ¿Qué habría de pasar con la Ley de Medios?

Esa era la madre de todas las batallas. Eso fue suficiente. Su larga lucha parecía tener ahora intérpretes con poder. El mismo Kirchner que les había prolongado la licencia por diez años más, esta vez parecía decidido a decir que no. Seguramente habrá contado sus soldaditos y habrá advertido (Kirchner digo) que ese era el momento justo para entablar la batalla final contra el monopolio de la información. O el oligopolio, si usted prefiere. Y eso fue también lo que lo terminó seduciendo a Víctor Hugo, mucho más allá de la llamada telefónica tan puntual que el propio Kirchner le hizo a Víctor Hugo a Radio Continental para explicarle lo que había hecho con esos ‘famosos’ dos millones de dólares. Fue una muestra de respeto. Víctor Hugo me dijo que se sintió abrumado e incómodo por haber opinado públicamente sin haber tenido los suficientes datos. Y se corrigió. Las condiciones de contorno estaban cambiando, o habían cambiado, y él estaba dispuesto a revisar su posición. Fueron momentos muy intensos y muy dignificantes. Ver una persona envuelta en sus propias contradicciones. Está claro que le hubiera sido mucho más fácil seguir con su posición inicial. ¿Por qué no? ¿Qué podría cambiar en la vida de él? ¿Por qué tener que enfrentarse con lo que él sabía que serían sus nuevos acusadores pero viejos ‘enemigos intelectuales e ideológicos’ de toda la vida? Es que Víctor Hugo entendió que debía emprender el camino de retorno y reencontrarse con él mismo. Y lo hizo, en una demostración extraordinaria de coraje intelectual y de compromiso con lo que él creía que eran sus verdaderas convicciones.

Y comenzó a virar y explicar con su lógica implacable cada movimiento que dio, cada cambio que hizo. Y mientras usted lee todo esto, no se le escapa que una cosa es hacer una revisión y/o introspección en la soledad de un cuarto, y después compartirlo con su mujer/marido, hijos y familiares. Otra distinta es tener que hacerlo en forma pública. Pero lo hizo. Su capacidad reflexiva, su habilidad para ligar situaciones e interpretar la realidad, lo han transformado en líder de un sector mayoritario de la opinión pública argentina en esta primera parte del siglo XXI. Creo que de esa forma será reconocido por los libros de historia que evoquen lo que pasaba/pasa en esta época. Víctor Hugo se ha ubicado como el defensor de los más necesitados, de los sin voz, de los que nunca tuvieron decodificador en su vida. Víctor Hugo los representa a todos. Y nos hace mejores a todos. El, de alguna forma, se ha transformado en el decodificador de las grandes mayorías. A él lo escuchan por eso. El libro servirá como un recorrido imprescindible para entender a uno de los mecenas de este siglo, que elevó la barra de la ética profesional a una altura en donde el oxígeno que allí circula ha sido respirado por pocas personas en la historia del periodismo en la Argentina. Por supuesto, no quiero decir y espero que no quede así que todas sus opiniones son las mejores o las únicas, porque no solo no lo pienso sino que no creo eso de nadie, ni de Víctor Hugo ni de ninguna persona. Lo que sí puedo decir, es que es capaz de provocar con su capacidad para comunicar, para decir lo que piensa y provocar al que escucha a decidir si está de acuerdo o no, a formarse una opinión, a entender un poco mejor de qué se trata. Yo disfruto de proponer temas de discusión en nuestros encuentros, porque siento que me educo mientras charlamos, pero no porque él me diga algo que él sabe y yo no, sino porque usualmente discutimos sobre algo que ninguno de los dos sabe y nos hace bien mirarlo desde distintas ópticas, jugando distintos roles, haciendo de ‘abogados del diablo’ si es necesario.

Ahora le toca a usted. Ahora viene el libro de Julián Capasso. Solamente usted sabrá qué partes de él le interesarán. Lo que me interesó a mí, quizás no sea atractivo para usted, y viceversa. Por lo tanto, se harán tantas lecturas como personas lo recorran. Estoy seguro de que el propio Víctor Hugo discutirá con él mismo mientras lo vea, se peleará con él mismo por haber dicho lo que dijo en algún momento, pero, en todo caso, ¿quién no? ¿O acaso usted estaría de acuerdo en repetir todo lo que dijo en su vida?

¿Mantendría la misma posición en todos los temas controversiales o binarios con los que se enfrentó en su vida? Aunque sea nada más que por eso, vale la pena leer el libro que sigue, para entender un poco más, con algunas pinceladas que fotografían una pequeña parte de la vida de uno de los héroes de nuestra era.